viernes, 23 de marzo de 2012

Espacies de espacios (6) La poética de la aridez por Rafael Velásquez Stanbury

Especies de espacios 6

La poética de la aridez

Por Rafael Velásquez Stanbury
Es alumno de primer curso del Máster de Crítica, Análisis cinematográfico y Teoría del cine de Estudiodecine.

Aplaudida en su tiempo pero invisible para el espectador, Araya (Margot Benacerraf, 1958) es una obra maestra extraviada en la historia del cine. Hipnótica, lírica y meticulosa, la cinta nos ubica en la región venezolana de Araya y descubre ante nosotros la simbiosis vital entre sus pobladores y la sal que los rodea.

A comienzo de los años treinta, Robert Flaherty y John Grierson representaban los dos polos opuestos en cuanto a la elección temática en la realización documental se refiere. El primero de ellos había ganado prestigio con piezas como Nanook (Nanook of the North,1921) donde retrataba su fascinación por el exotismo de culturas ajenas a su realidad. El segundo, con experiencia como montador de noticieros y habiendo realizado una única película hasta la fecha Drifters (id., 1929), recibe la oportunidad de dirigir la Empire Marketing Board Film Unit de Gran Bretaña por su capacidad de documentar la realidad trabajadora del hombre británico actual. Flaherty, con vocación de etnógrafo, enfrentado a Grierson, didáctico y nacionalista.




Treinta años más tarde, durante las proyecciones de las películas participantes del Festival de Cine de Cannes de 1959, la crítica francesa vio con deleite como dos cintas revivían esta polaridad, ahora en el campo de la ficción. Una de los filmes era Hiroshima Mon Amour (id., 1959) de Alain Resnais, que se presentaba superficialmente como una elaborada historia de amantes, pero cuyo inicio poético y apocalíptico delataba su verdadera función como un recordatorio / advertencia de la catástrofe nuclear en los tiempos de guerra fría que corrían. Y, en la otra esquina, Araya (id, 1958) dirigida por una joven y desconocida venezolana llamada Margot Benacerraf, que ofrecía la visión moderna de una región de su país natal que aún vivía con hábitos ancestrales en torno a la extracción y comercialización de la sal, al margen de los acontecimientos bélicos y políticos que el mundo había vivido en los albores del siglo XX. Lo moderno ante lo de arcaico.

Ambas películas terminaron obteniendo ex aequo el premio de la crítica de 1959, que para ese entonces entregaba el mismo festival y que dos años más tarde conformaría el premio más importante de la recién creada Semana de la Crítica Cinematográfica, sección paralela al Festival de Cannes. Sin embargo, la trayectoria y futuros trabajos de Resnais le permitieron a Hiroshima Mon Amour florecer como una película de culto y estudio a través de los tiempos a nivel internacional. Por otro lado, más allá de que en algunos artículos en revistas especializadas Araya sea citada como influencia en la obra de Glauber Rocha (pilar del Cinema Novo) y otros autores de América del sur, lo cierto es que no corrió la misma suerte que la cinta de Resnais: sólo pudo ser estrenada en su país veinte años después de dicho premio y significó la última vez que Margot Benacerraf dirigiera película alguna.

En 1948 Margot Benacerraf ingresa al prestigioso Instituto de Altos Estudios Cinematográficos de París. Con esta formación regresa a Venezuela para realizar un film documental sobre Armando Reverón, considerado uno de los mejores pintores venezolanos y sujeto de gran exotismo por sus hábitos de ermitaño psicótico según los médicos de la época. Este documental llama la atención de la Unesco, para quien comienza a trabajar en México hasta que en 1955 se propone hacer un tríptico audiovisual sobre tres regiones venezolanas y así, fortuitamente, descubre las montañas de sal y los hábitos de la gente de la región de Araya.

Ante este descubrimiento, Margot Benacerraf confiesa “sólo entonces sentirse latinoamericana”, conexión identitaria y emocional que se hace evidente en el golpe de efecto que pretende el lirismo de las palabras que acompañan las imágenes, a pesar de la sobriedad del trabajo de cámara. Esta conexión no es única en Benacerraf: referentes inmediatos de Araya como Hombres de Arán (Man of Aran, Robert Flaherty, 1926) también se nos presentan como homenajes apasionados de lo originario, coincidentes además en la relación de amor/supervivencia entre el hombre y el mar.

Araya pone en escena a varias familias de distintos pueblos, representando personajes según el guión cuidadosamente elaborado por Benacerraf, donde se muestran hábitos sociales y culturales en una región de paisajes inhóspitos, antagónicos a los paisajes modernidad. A través de estos personajes entendemos el engranaje funcional de Araya en torno a su única riqueza, la sal, labor que sólo los niños y las mujeres mayores parecen evitar, dedicando su esfuerzo a los juegos, la producción artesanal y al tributo de sus desaparecidos.

 



                                                                                                                                                                   La cinta nos ubica en un contexto histórico particular:durante la colonización de América, la sal de Araya era una riqueza celosamente protegida por la monarquía Española, codiciada por piratas y arduamente trabajada por esclavos. Más aún, la película muestra cómo aún a mediados del siglo XX los pobladores de Araya siguen siendo esclavos de la sal, no teniendo otra vía de sustento, mientras al mismo tiempo sucumben ante el miedo de intentar otras geografías, otros oficios. Para colmo de males, en un epílogo apocalíptico marcado por la irrupción de la máquina y la industrialización del negocio de la sal, intuimos que el destino de Araya sería aún más árido. Aún así, la mirada sutil de Benacerraf no es fatalista. Durante el filme, el énfasis del discurso no está puesto sobre la evidente aridez geográfica, cultural, política y social de los pobladores de Araya, sino en la humanidad que sí florece en semejante entorno. “¿Qué se dicen los amantes de Araya? Las palabras más simples, las palabras de siempre”, solemniza la voz omnipresente que acompaña el metraje, encapsulando en una frase la visión poética de los valores originarios del hombre de Araya. Como espectadores de la cinta, no podemos evitar conmovernos ante el afán primitivo de intentar ser feliz en un pueblo que no entiende de fatigas.

Al igual que el pueblo que documenta, la película de Margot Benacerraf ha soportado el paso del tiempo sin perder cualidades. El acierto de su lenguaje fotográfico y la coreografía de sus movimientos de cámara llevan a buen puerto un relato pausado y contemplativo. Hoy en día, gracias a una reciente limpieza y restauración del material original por parte de la distribuidora Milestone Films, se ha puesto en venta una versión en DVD rica en contraste y contenido extra de gran valor, que ofrecen al espectador moderno una nueva oportunidad de encontrarse con esta poco conocida obra maestra.

 

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